Vuelo al sur sin acercarme demasiado a zonas en conflicto que estresan a mi familia, en el centro geográfico de este país tan grande.
El problema es que el avión se perdió y aterricé en la luna.
Una luna respirable pero arenosa, rocosa y llena de huecos.
Cappadocia (Cappadokia)
Mil quinientos años antes de Cristo ya esta zona de tierra moldeable estaba habitada. Primero por Hititas pero luego desfilaron los Persas, los Romanos, los Cristianos se defendieron aquí de Anatolios y luego fueron respetados por los Otomanos.
Estas planicies moldeadas psicodélicamente por el agua, la nieve y el viento lo transportan a uno a otro mundo, evocando viajes espaciales mezclados con cruzadas ancestrales.
La mejor manera de iniciar esta etapa es, como siempre, desde arriba por lo que la primera mañana, un transporte pasa a recogerme a las 4:30 al hotel para llevarme a la zona de despegue de un precioso y ligero globo aerostático que permite ver el amanecer pero también entender la agreste y complicada orografía antes de ir a poner el pie en la tierra.
La experiencia es interesante, sin ninguna explosión de adrenalina, suave y cultural, la cual fué guiada por un piloto inglés que trabajó volando en México y que cuenta con buen humor lo que el viento nos lleva a ver y que termina con una copa de champagne para festejar el aterrizaje.
Dos días completos de descubrimiento. Uno a pie en un pequeño valle poco frecuentado que permite una caminata larga y tranquila para el segundo hacer el paseo más tradicional que incluye museos al aire libre, cañadas, castillos de piedra y ciudades subterraneas que llegaron a albergar hasta a tres mil personas dentro del enorme gruyere de tierra suave.
Este viaje además es mi campo de prácticas para un nuevo reto personal que es hacer fotografías con un lente fijo. Cambié el modelo de mi cámara aprovechando las rebajas Singaporeanas y ahora en el catálogo estarán más presentes pequeños detalles macroscópicos y menos escenarios lejanos, todo con un look retro vintage. No en las fotos pero sí en la cámara.
El hotel fue una barbaridad. Tal vez el mejor de la vuelta al mundo. Cuevas convertidas en habitaciones con servicio perfecto y por supuesto acompañado con una comida que sigue creciendo en mi paladar.
Los varios pueblos que conforman la zona son poco bulliciosos y están llenos no solo de restaurantes pero también de tiendas de vinos de la región que tienen una calidad muy respetable. Mustafapasa fue mi albergue y se podía caminar en cinco minutos.
Este escenario, igual que Estambul, tiene un ritmo. Varias veces al día, desde antes del amanecer, los oídos nos recuerdan donde estamos porque se oyen puntualmente los cantos que llaman al rezo Islámico. En todos los pueblos, las ciudades, los aeropuertos. Siempre hay por ahí un minarete apuntando al cielo con parlantes que reparten cantos.
Es un ritmo suave, a veces desentonado pero al paso de los días entra en el cuerpo y recuerda que no importando las creencias personales siempre necesitamos algo de espiritualidad en nuestra vida.
Mi espíritu, como ya lo había contado, está mejor en el mar, así que tomo un vuelo para irme más cerca de las aguas, esta vez del Mar Egeo.